Infobae a bordo del barco Solidaire: la joven que se fue de dos guerras, los niños de Somalía y un mago pakistaní
En el cielo hace 14 grados bajo cero. Lo acaba de medir Mircea, el electricista del barco, con su termómetro industrial. Lo apuntó hacia las estrellas y el sensor, que llega a varios cientos de metros de distancia, devolvió -14. En la cubierta en cambio la temperatura es agradable, 20, 21 grados. Es casi la una de la mañana y las personas duermen. Las colchonetas están ordenadas una al lado de la otra en la zonas más oscuras. Algunos prefieren spots menos populosos y ocupan rincones cerca la popa, donde les va a dar el primer sol de la mañana. Otros se acurrucan junto a la sala de herramientas de la cubierta, otros cerca de un motor.
Son 61 hombres los que duermen en el espacio abierto del Solidaire. Todos tienen una o dos mantas, ropa nueva que se les dio apenas subieron al barco luego de ser rescatados, una bolsa con elementos de higiene y una toalla. Casi todos duermen con la cabeza cubierta. Cada tanto alguno se despierta y deambula. Todavía faltan dos días para llegar a Italia. El resto de las personas rescatadas del mar son mujeres o niños y están durmiendo en una sala aparte bajo techo. Las mujeres tienen su espacio privado en el barco para que puedan construir ahí su espacio seguro, donde hablar libremente de lo que necesiten. En este grupo tres de ellas están embarazadas, varias son menores y hay dos madres con sus hijos. Son en total 17 mujeres, 3 niños y 61 hombres: 81 personas que escapaban de Libia en una barca y en su camino se toparon con el buque de rescate de la ONG de Enrique Piñeyro y Carla Calabrese.
Ahora estamos camino a Nápoles, el puerto seguro que asignaron las autoridades italianas para recibirlos y que puedan comenzar su proceso de pedido de asilo. Estamos a cuatro días de distancia, el tiempo perfecto para ver su alegría apenas fueron rescatados, su euforia después de la primera siesta, su melancolía cuando por fin se asomen a mirar el mar que va quedando atrás, su juventud en los juegos con pelota que improvisan en la cubierta, su miedo súbito ante alguna estrella que desaparece, su excitación cuando por fin se divisa Italia a uno de los lados del barco.
Yo, Somalí
Mohammed dejó Somalia para escapar de Al-Shabbab. Mustafá también. Y Abdulazis y Ahmed. A dos de ellos la organización terrorista islámica les mató a sus padres: a uno en un bombardeo en el 2014 y a otro a los tiros en una emboscada. Uno de ellos casi muere en un atentado en una universidad: explotó una bomba y él estaba cerca y pasó dos meses internado. Luego de contarlo levanta su camiseta y muestra una cicatriz enorme que le atraviesa toda la panza como un rayo. El último se fue porque su padre y su tío fueron asesinados con una bomba por la misma organización, una derivación somalí de Al-Qaeda.
Mustafá tiene 14 años. Viajó solo desde Mogadishu, la capital de Somalía. Atravesó Sudán de este a oeste y Libia de sur a norte. Salió de su país a los 12 años, en el 2022. A los 14 se lanzó por primera vez al Mediterráneo. Es, dice, fanático de Messi, y asegura que un día va a conocerlo. De algún modo, es de los afortunados del barco. Muchos de sus compatriotas intentaron cruzar hasta diez veces pero fueron interceptados por las fuerzas libias. Él además pasó poco tiempo en la cárcel, apenas le dieron unos latigazos. Se saca la remera, los muestra. Tiene marcas en la espalda y en las piernas. Su cara en cambio mantiene aún la pureza de la infancia, un brillo que a los catorce años no se roba fácilmente.
Mohammed tiene 17 y también viajó solo. En Libia estuvo un año, en el cual pasó siete meses en la cárcel. Un día, no sabe cómo, el gobierno somalí intervino por él y lo liberaron. Según supo, pagaron 15 mil dólares por su libertad, incluyendo el boleto para subirse al barco. Abdulazis también dice que fue el gobierno el que negoció su liberación. Ninguno de ellos lo tiene del todo claro, pero un día lo sacaron de su celda y lo llevaron a la costa, los subieron a un barco azul a las tres de la mañana y le dijeron que fueran derecho, siempre derecho, que en algún momento iban a llegar a Italia. Cinco horas después de esa partida el azar quiso que en la traza de su ruta se cruzara el Solidaire. 81 historias diferentes habían llegado hasta la misma barcaza por distintas rutas, con distintos motivos y a diferentes precios. De pronto las 81 cuerdas se volvieron una sola nota.
Yo, Sallou
Los niños a bordo son tres. Tienen 9, 5 y 3 años. Van a todos lados juntos como una pandilla. Dos de ellos son hermanos, una de ellas –la de tres– no. Pero se dan besos y se pelean como una familia ensamblada.
Sallou es el pequeño patrón del barco: da órdenes, corta los juegos cuando se le da la gana, manda a la gente a lavar los platos. Tiene cinco años, nació en Etiopía y es el hermano menor de Yamihla. Viajaron con su madre porque su padre quedó detenido en Libia. Sallou es el favorito de todos. Pasa de mano en mano entre los etíopes o los somalíes, que lo cuidan de a turnos aunque recién lo conocen hace pocos días, acaso en la noche en que se subieron al mismo barco.
Las tres españolas de la tripulación –médica, enfermera y matrona; Paula, Rebeca y Antía– pasan muchas horas con los niños y con sus madres, pero también con el resto de los pasajeros. Durante el viaje a Nápoles habrá cuatro desmayos, una descompensación por una enfermedad precedente, una descompensación por baja de presión, varios sarpullidos por sarna y mucho análisis de cicatrices para entender el contexto del que escapaban. Paula, Rebeca y Antía dejan de dormir en el momento en que sucede el rescate para dedicarse tiempo completo al hospital del barco.
Tres veces llaman a Paula de urgencia a la cubierta, la primera vez tarda tres segundos en aparecer, la segunda cuatro, la última dos y medio. Es especialista en emergencias y dirige al equipo con precisión, en todos los casos el paciente es llevado al hospital y estabilizado. Cuando no está a bordo, Paula hace rescates voluntarios en la montaña, a donde le gusta pasar el tiempo. A veces está en Madrid, donde vive, a veces en Asturias, no sé por qué. Fue católica, un poco lo es. No cree que vaya a casarse, aunque está en pareja hace más de una década, desde los 19. No sabe si será madre, dice que no quiere pero suena al revés. Siempre usa remeras que tienen algún lema político estampado. Vive más rápido que los demás, es extrañamente feliz. Antía y Rebeca también lo son, siempre que aparecen en cubierta se les prenden del uniforme y ellas responden con un abrazo. Si a alguien van a extrañar todos los invitados de este barco es a ellas. Pienso que está bien ponerlas a cuidarnos a todos, a este buque de almas que buscan otro puerto para empezar de cero, llenos de dignidad y fortaleza, rebeldes de una derrota que no se impuso, rostros tajeados a fuego con una sonrisa llena de vida entre cicatriz y cicatriz, un paréntesis de vida entre una orilla y la otra.
Los veo ahora cruzando la escalerilla que conduce a tierra. Del otro lado están la policía italiana, las autoridades de inmigración y la Cruz Roja, que les da la bienvenida. Los veo bajar lentamente. En los últimos dos escalones todos giran y miran a los que todavía quedan a bordo. Después sí, el último paso de su largo viaje de mar. Desde la escalerilla para allá ya no sabremos de su vida. Tendrá que pedir asilo y los mandarán a un centro temporal. Los menores tendrán acceso a educación, alimento, una oportunidad. Los adultos dependen de su lugar de origen, pero todos ellos tienen una extraña “suerte”: Etiopía, Somalia, Eritrea y Pakistán –los países que habitaron este barco– están en la lista italiana de lugares considerados no seguros, lo cual facilita su proceso de asilo. Si lo reciben, podrán trabajar legalmente en Italia y su viaje –quiero creer– habrá valido la pena. ¿Qué pena es la que vale? ¿Haber perdido un hogar? ¿Haber vivido el infierno? Algo habría que hacer para que no costara tanto acceder a tan poco.
“Es indignante cómo sucede todo. Y sería muy importante poder avanzar en el desarrollo de corredores humanitarios que permitan que al llegar al puerto, se pueda trasladar de inmediato a las personas de modo seguro y rápido”, dice Enrique Piñeyro, fundador de Solidaire, la ONG dueña del buque de rescate. “Nosotros estamos a disposición con el avión de Solidaire para ir al aeropuerto del puerto de llegada y trasladar luego a los migrantes a los distintos países de Europa. Los que no tienen costa cercana a África no se hacen cargo y por ejemplo Bélgica arrasó por décadas el continente. Nosotros podríamos ayudar con el avión a que los países de la Unión Europea cumplan las cuotas de migración que, por otro lado, ellos mismos acordaron”, agrega, contento con el éxito del rescate pero convencido de que se debe avanzar aún más en la búsqueda de soluciones justas.
“Es necesario dejar en claro que este supuesto problema de los migrantes de los que habla Europa no es un verdadero problema, no es una crisis migratoria, como dicen. Son menos de cien mil personas por año, o un poco más algunos años, números de personas que perfectamente puede absorber Europa, como lo hizo con Ucrania, que recibió millones en menos de un año. Pero claro, ahí el malo era otro, era Putin, y los refugiados eran blancos, entonces no tenían problema… En cambio, cuando tienen que hacerse cargo de que el mal lo causaron ellos por todos los años que depredaron el África, ahí miran para otro lado…”, concluye.
Yo, tigriña
Akberet me pide que no publique sus fotos. Quiere contarme su historia pero tiene miedo de mostrar su cara. Durante la charla dirá muchas veces que ella es una afortunada, que otras mujeres que hacen una ruta similar a la suya pueden sufrir acosos, abusos, todo tipo de violencias irrepetibles. Akberet habla suave y bajito, tiene una remera de Minnie y los ojos negros y profundos. Nació en Tigray, una región de Etiopía que lucha por su independencia y desde el 2020 entró en un conflicto sangriento. En el 2021 Akberet decidió irse. Tenía 20 años. Llegó a Sudán, donde empezó a trabajar como data entry con la ilusión del progreso. En abril del 2023 también Sudán entró en guerra, una de las más cruentas en mucho tiempo, que desplazó ya a más de 11 millones de personas de sus ciudades. La suerte no estaba siendo buena con ella y en marzo de este año volvió a decir trasladarse. Debía haber, en algún lugar, una tierra de paz para ella.
Puso sus ojos en Europa, que suena en toda África como un cuento bíblico. Europa es algo así como una tierra prometida, Itaca con todo su verde y se eternidad. Muchas veces termina siendo más parecido a una estafa piramidal, y las personas como Akberet pasan años ahorrando para llegar hasta ahí. Entonces, claro, comienza la otra odisea, la de los papeles. En todo caso, una odisea en un lugar seguro es un sueño para los que escapan de la guerra.
En pocas semanas Akberet averiguó las mejores rutas y trazó un plan. A las pocas semanas ya estaba en una camioneta atravesando el desierto rumbo a Egipto. Pagó mil dólares por ese viaje. Fue el primero de una tanda larga de pasajes y peajes. De Egipto cruzó a Libia, donde pensaba subirse a una barca para cruzar a Italia por el Mediterráneo, pero no iba a ser tan fácil. La camioneta que la cruzó desde Egipto le cobró mil quinientos dólares, pero no los pagó ella sino su hermano, que vive en Suiza hace unos años. La frontera la cruzó caminando, la detuvo la policía y tuvo que pagar otro tanto para que la dejaran ir. Solo eso, dice, “solo dinero”. Dentro de Libia otra camioneta la llevó hasta la costa. Tuvo suerte, insiste, en cada tramo nadie le hizo nada más que sacarle plata e intimidarla. Muchas veces dirá que es una afortunada, que a ella no.
El mar de Libia –que es también el Mediterráneo pero de otra forma– es una sucesión de puertos informales en las ciudades de Zuara, Sabratha, Trípoli, Misurata. De todas ellas salen migrantes intentando llegar a Italia. Akberet lo intentó tres veces, la última su barca se topó con el Solidaire y entonces esta conversación y su historia publicada en un papel, en una web, en una nube. Las dos veces anteriores en cambió la atrapó la supuesta Guardia Costera libia en medio del mar, interceptó su patera y los llevó a todos de regreso al puerto de salida, y de allí a una cárcel privada. “Eso sucede mucho: hay comisarías, cárceles, cuarteles que no son del estado sino privadas, las manejan los traficantes, que son quienes le cobran a tu familia por dejarte ir”, cuenta. Así funciona la fuerza de seguridad Libia, delegando la tortura en cárceles informales manejadas por una mafia que convirtió a la población migrante en su vellocino de oro.
En su caso tuvo suerte: su hermano pagó tres mil dólares la primera vez, tres mil quinientos la segunda. La otra posibilidad era quedar presa, con todo lo que eso implica, perder la suerte para comenzar, pero los relatos de muchas sobrevivientes son explícitos: suceden violaciones, trata, violencia física, psicológica, extorsiones y tortura. Akberet cada vez que fue detenida fue soltada gracias a las transferencias de dinero de su hermano. Y cada vez que fue libre volvió a intentar salir. Ella chiquita de cuerpo, flaquita, tiene el pelo rizado atado hacia atrás, y todavía hay rastros de una época de acné en su cara, o algo que la marcó como el acné.
En total, llegar a Europa le costó cerca de 16 mil dólares. Los pasajes más caros fueron los del barco, pagó un ticket que le ofrecía intentos múltiples. Es un paquete de viajes que incluye la posibilidad de volver a intentar si te atrapa la guardia libia. Así, en vez de pedir dinero cada vez, basta un desembolso solo –aunque mayor, claro– que te permite varias chances. A ella le llevó tres. La última salió a las tres de la mañana de las costas de Sabratha y terminó con el rescate del Solidaire.
–Tuve suerte.
Sus ojos miran para abajo, sus labios no terminan nunca de dibujar una sonrisa. Cuando baje, vestida de azul por la ropa que le ofrecieron en el buque, dirá adiós con suavidad, un adiós frágil e inaudible.
Yo, pakistaní
El pakistaní parece un actor de Bollywood. Tiene la barba perfectamente delineada, me da vergüenza mi propia barba anárquica y casposa al lado de la suya, que acaba de ser rescatado del mar. Tiene los ojos un poco perdidos, no parece saber del todo lo que pasa a su alrededor. Él y su amigo son los únicos dos pakistaníes del grupo, los únicos que no nacieron en el África, y no entienden nada de lo que dicen los demás. El pakistaní actor de cine tiene el físico de un levantador de pesas, el pelo corto, los dientes perfectamente blancos y alineados. Cada vez que cruzamos la mirada levanta el pulgar en señal de aprobación, su manera más fácil de decir que está feliz. ¿Está feliz alguien que no sabe cómo decirlo?
El pakistaní actor levantador de pesas parece lleno de bondad. En un momento en una de las noches se me acerca junto a su amigo y me tocan el hombro. Los miro y me muestran un mazo de cartas. Su amigo, que habla apenas un poco de inglés, me dice que me quieren hacer un truco de magia. El galán de cine –estoy seguro que lo es, no puede no serlo– me hace escoger una carta. Tres de corazones, elijo, e imagino que son tres corazones pakistaníes. El actor hace su movimiento de mazo y me pide que la devuelva. Lo hago. Dos o tres maniobras más y me revela la carta que debí elegir, pero erra. No sé si corresponde fingir asombro y felicitarlo o ser sincero, que si está llegando a Europa con dos o tres trucos bajo la manga más vale que los tenga aceitados. Le digo la verdad, pues, y se frustra un poco pero pide volver a empezar. Esta vez elijo la J de corazones. La devuelvo al mazo y él hace su magia, que desemboca otra vez en la carta equivocada. Más intentos que Akberet, pienso, pero volvemos a probar una vez más. A la cuarta, por fin, el David Copperfield del barco emerge a través de un cuatro de tréboles. Está visto que la magia tiene más que ver con la fortuna que con el corazón.
Cuando abandone el barco y baje por la escalerita en el puerto de Nápoles, el actor pakistaní que levanta pesas y adivina cartas mirará a la tripulación por última vez y con el entusiasmo intacto levantará su pulgar para decir que todo estará bien.
Fuente: Más Radios